Érase una vez un pegote de barro
Érase una vez un pegote de barro que vivía en el fondo de un agujero
Su única ocupación consistía en mirar, a través de la angosta abertura de su agujero, las nubes pasar…
Le fascinaba su contemplación: eran tan diferentes unas de otras, tan sorprendentes… y siempre tan divertidas…
Un buen día se quedó anonadado: Cielos, la nube que estaba viendo pasar… ¡Qué hermosura, qué gracia, qué donaire…! Jamás hubiera creído que pudiera existir criatura tan hermosa.
Un sentimiento inédito en él, poderosísimo –maravilloso y a la par enajenante–, le abrasó el pecho (el cual, hasta ese momento ni siquiera sabía que tuviera).
“Tengo que conocerla. Algo habré de hacer al respecto.”
Sería muy largo de contar –y sabes que no me gusta aburrirte–, pero, tras un sinfín de vicisitudes y más de mil vidas, nuestro pegote consiguió convertirse en todo un señor viento, flamante y airoso.
Entró a trabajar para el clan de los vientos y, en su nueva ocupación, se dedicó a recorrer las alturas de un destino a otro, siempre con la esperanza de volver a ver a su venerada…
Pasó mucho tiempo, y Viento desesperaba. Un día Eolo, su jefe temporal, le informó:
— Pues, ¿qué esperabas, muchacho? Es lo que tienen las nubes: que nunca son iguales a sí mismas… Podrías recorrer los cielos durante miles, qué digo miles: millones de años, por no decir toda la eternidad… Y jamás volverías a ver a tu amada.”
Viento entristeció sobremanera: y sus lágrimas provocaron un diluvio de proporciones bíblicas.
Luego enfureció… y se convirtió en huracán.
Azotaba con su ira la faz de la tierra, arrasando provincias y poblaciones enteras. Ante los gemidos de pánico de las criaturas terrestres, causados por su llegada, replicaba siempre con la misma frase: “No tengo piedad. Nunca, nunca, nunca…” El resto de la frase se la guardaba para sus adentros.
Al paso de los siglos, Viento comenzó a acusar los achaques de la edad: un día le entró un ataque de ciática; otro, la sonrisa de un niño lo frenó en seco… y se quedó allí, ante el niño sonriente, quietecito y con sensación de hacer el ridículo, diríase como de puntillas –si el viento tuviera puntillas sobre las que ponerse–.
Fue sosegándose, y se transformó en una suave brisa, que acariciaba con dulzura y melancolía la faz de la tierra y de sus habitantes…
Eso sí, todavía seguía repitiendo su letanía; pero ahora ya sólo susurraba: “Nunca nunca nunca” (volveré a enamorarme).
* * *
Un buen día, Viento se quedó anonadado, embelesado como nunca lo estuviera, al menos desde aquella remota vez, perdida en el correr de los milenios…
Lo que vio: qué bonito.
Nuevamente sintió crecer en él, abriéndose paso entre sus entrañas, aquel brioso y enérgico sentimiento que antaño ya lo colmara…
Pero había un problema: no tenía acceso al lugar donde residía su amada criatura. Hay lugares donde nunca sopla el viento.
“Vaya, tendré que hacer algo al respecto.”
Suspiró.
Su nuevo amor era un pegote de barro en el fondo de un agujero.
Ignacio Iglesias
Dedicado a M
en Madrid, a 9 de febrero de 2009
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