Aforismos de juventud
Pensamientos ingeniosos de un imbécil de 23 años recién cumplidos
(tras noche en vela con borrachera incluida)
Cuando uno rebaja sus ideales, está rebajándose entero: lo rebaja todo de sí mismo, —incluso, hasta las ganas de morir.
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De acuerdo: la vida –al menos tu vida– es una apuesta perdida… ¡Pero, muchacho, te creía hecho de otra madera!: ¿Acaso esa inexorable pérdida –llámala “trágica”, si eres aficionado a la grandilocuencia–, acaso ésta tu perdición, es excusa para dejar de luchar?
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No hay sentimiento más triste que éste de saberse innecesario: ¡Qué sórdido y asqueroso cuando, en medio de una situación, junto a aquellos a los que considerabas tus amigos, descubres que eres completamente indiferente ––o sea, que, a todos los efectos, da igual que estés o no presente!
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Hermann Hesse –y con él, muchos y muy eminentes pensadores y artistas– afirma que los motivos reales, auténticos –“fundacionales”, podríamos decir– de nuestra conducta permanecen siempre al margen tanto de nuestra consciencia como de nuestra voluntad: esto es, ocultos en algún recóndito rincón de nuestro ser, en el rincón de los instintos –el rincón donde se instalarían estas especies de resortes que, supuestamente, nos gobiernan como a muñecos–.
Pues bien: no estoy de acuerdo, ni con Hesse, ni con nadie que piense lo mismo; bien es verdad que los hombres actúan, en innumerables ocasiones, movidos por oscuros, inconscientes, involuntarios y hasta indecibles instintos, deseos o querencias; pero, sin duda, también es verdad que un ser humano es capaz de actuar con arreglo a su clara, consciente, voluntaria –¿decible, indecible?– decisión. A éste lo llamo yo “torero”, pues se atreve a agarrarle los cuernos a su destino, –aún a riesgo de descornarse–. Lo jodido, a fin de cuentas, no es ignorar por qué hacemos lo que hacemos; lo jodido es averiguar que lo hemos hecho porque otro quiso que lo hiciéramos.
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¿Por qué no vives de tal manera que, a la hora de mirarte al espejo, te enorgullezca enamorarte de ti mismo?
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Algo tienen en común estas palabrejas con los proverbios de Confucio, las máximas de Buda, las sentencias de Mahoma o los preceptos de Jesús: muchos concuerdan en ellos, pero ninguno los practica.
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¡Ay Dios mío! Líbrame de esta degeneración: no permitas que llegue a convertirme en un puñetero moralista.
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Esto de poner por escrito las normas de un buen vivir… Esta ridícula pretensión de adoctrinar a los semejantes en la esperpéntica aventura de la vida con palabras, seducciones, razonamientos, camelos y caramelos… me parece una putísima mierda. Mucho más vale un beso en la mejilla, una sonrisa sincera, un caluroso apretón de manos, un puñetazo a tiempo.
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“Rebajar el sufrimiento a la categoría de costumbre”, dijo una vez Rosa Chacel. Y yo le doy la razón a Rosa: ¿Qué otra cosa mejor cabe hacer, si, desde el principio de los tiempos, los humanos hemos rebajado la costumbre a la categoría de sufrimiento?
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¡Qué admirable es aquél que hace el bien sin ni siquiera caer en la cuenta de lo que está haciendo! ––Pues éste, al acometer la buena acción, no ha pensado ni en su deber ni en el derecho de los otros, no se ha sometido a obligaciones morales: el bien le mana espontáneo, su corazón es fresco y tierno como un pedazo de pan recién hecho.
Aunque, por otra parte, ¡Qué admirable es aquél que hace el bien porque –y sólo porque– cree que es lo que debe hacer! ––Pues éste sacrifica sus propios intereses a la bondad, renuncia a su egoísmo, se sobrepone –incluso se contrapone– a la naturaleza: es un mártir del amor (sólo es mártir quien se percata de su martirio).
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Te voy a dar una lección, amigo mío, con la esperanza de que la aprendas: yo no soy quién para darte lecciones. Desconfía de mí, jamás se te ocurra juzgarme un valor absoluto: no soy Dios, y si no lo recuerdas, acabaré defraudándote, y dejaremos de ser amigos.
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Soy como la espiga de trigo: la más leve brisa la doblega, pero ni siquiera un huracán puede desarraigarla. Por esto ni los más feroces ventarrones son capaces de arrastrar consigo a la endeble espiga: porque ésta se ha humillado tantas veces, conoce tan bien sus inevitables flaquezas, que nunca se creerá Dios.
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¿Quieres ser un héroe? ––Mantén tensos tus músculos, vigilante tu consciencia: siempre al acecho de la circunstancia oportuna para tu heroísmo, esperada por él. Puede que sí, puede que no; quizá llegues a ser un héroe.
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¿Por qué dije antes que la vida es una apuesta perdida? ––Porque sé que es imposible que llegue a ser el que quiero ser, llegue a tener lo que quiero tener, llegue a vivir tal y como aspiro a vivir. Lo lógico, entonces, sería que me suicidase de una puta vez. Pero… ¡me gusta tanto el acto ilógico de quien lucha rabiosamente aunque –o precisamente por ello– se sepa perdedor! ¡Bendita lucha desesperada!