Comienzo de la novela en curso El llavero
Madrid, verano, finales del siglo XX.
Fue por aquella época que me creí Jesucristo.
No lo viví como un acontecimiento especial, al menos no dentro de la dinámica en la que me encontraba en esos tiempos. De hecho, ocurrió un día anodino de entre semana.
Tampoco ocurrió por ningún motivo especial. Mi vida no era precisamente la de un cristiano devoto. Llevaba más de una decena de años sin ir a misa; me emborrachaba, me drogaba y me masturbaba regularmente.
Y ni siquiera hacía buenas obras.
Eso sí, había ido recuperando poco a poco una costumbre de la infancia, a la que había vuelto en momentos aislados de mi vida –en general bajo la influencia de alguna o varias drogas–: la costumbre de hablar con el viento. Sólo que, ahora, tenía o creía tener claro que quien me hablaba era Dios, mientras que, cuando era niño, sólo sabía o creía saber que el viento era mi mejor amigo.
Hablar, lo que se dice “hablar”, no es la palabra exacta. No se trata de que oyera palabras en los soplos del viento. Más bien era como una siembra. El viento sembraba en mí pensamientos y premoniciones, referidos al presente, el pasado o el futuro, o a varios o todos a la vez.
Tampoco se trata de que yo tuviera que hablarle con palabras. A veces lo hacía, pero más por cuestión de énfasis dramático que por necesidad de comunicación. El viento sabía lo que yo quería decirle. Siempre. De inmediato.
Es importante para mí –y, en varios sentidos, doloroso– el hecho de que con nadie más me ha ocurrido esto. Esta inmediatez, esa entrañable intimidad. Jamás. Con toda otra persona o entidad he necesitado, para comunicarme, pronunciarme, por así decirlo, en voz alta, de una u otra manera: mediante algún acto físico.
En realidad, cuando era pequeño el viento jugaba conmigo, más que comunicarse. Me acariciaba, me zarandeaba o me empujaba… y, de pronto, me desconcertaba con un brusco frenazo: el silencio de algún punto y aparte. Alargaba este silencio hasta asustarme, haciéndome creer que me había abandonado… para, justo entonces, volver a jugar conmigo.
Sin embargo, recuerdo una ocasión, ya cumplidos los quince o dieciséis años –un momento aislado de los que he mencionado antes– en que me peleé con él, o más bien intenté en vano hacerlo. Estaba de vacaciones en Galicia. Una noche de borrachera con mis hermanos mayores –era el primer verano que mis hermanos me admitían en su compañía–.
Por la carretera, entre solares y algún que otro caserón, de camino a un garito en las afueras del pueblo. El viento soplaba con fuerza y con saña. Soplaba revirado y cabrón, como lo hace a menudo allí: con una considerable intensidad que, si bien no llega a ser huracanada, resulta particularmente molesta porque cambia bruscamente de dirección y sentido en intervalos mínimos de tiempo y espacio. (De hecho, se considera el causante de la mayor parte de los suicidios que se producen en la localidad; y es el pueblo con mayor índice de suicidios de Galicia, que es, a su vez, la región española con mayor índice de tales.) No recuerdo cuál fue el motivo de mi enojo, si es que le pedí que amainara y me disgustó que no lo hiciera o qué.
Lo que recuerdo muy bien es el sentimiento de nuestro reencuentro tras muchos años de crecimiento y olvido; y recuerdo también dicho sentimiento, en agudo contraste con las experiencias de mi infancia, como una especie de sucia agresión: la profanación sacrílega –no sé si por su parte o la mía– de territorios sagrados, remotos pero muy queridos, de mi infancia; un sentimiento de cólera e impotencia, de haberse roto algo entre nosotros, de golpes bajos canallamente cruzados…
Y yo, tras progresiva agitación, finalmente perdida la cabeza, emprendiendo a correr, desviándome de la carretera e internándome campo a través, llorando a rabiar, lanzándole puñetazos al viento, insultándole a gritos… Y mis hermanos, corriendo detrás, alarmados pensando que me había vuelto loco, llamándome a gritos…
Volviendo a esa última época en que volvía a comunicarme con el viento, éste sembraba sobre todo, como ya he dicho. El viento trazaba surcos en mis sensaciones, y me sembraba ideas en la cabeza, palabras en el paladar –sobre la punta de la lengua–, visiones entre las cejas y los ojos, sentimientos a la izquierda del pecho. Ideas, palabras, visiones y sentimientos que germinaban al instante, y hacían proseguir el diálogo.
Sentimientos a veces como heridas por las que se me derramaba el alma, y que me producían, en el dolor, un desbordante gozo.
Un gozo como un mar interior que de pronto se creciese y se acercase a lamer todas tus orillas… como miríadas de mónadas multicolores que se espolvoreasen, hormigueantes y húmedas, por todo el organismo bañándote el cerebro… Como los bombeos de un chute de heroína, pero en lúcido y limpio, sin pérdida de energía ni reflejos –y aún mucho más intenso.
Y después, aquella sensación en la punta de la coronilla… Como una mano, como la yema de un dedo más bien, que te sostuviese desde lo alto y te guiase con infinito aunque esforzado placer por sus desconocidos designios. Y uno, encontrando el deleite de la suprema libertad en la renuncia voluntaria a la propia voluntad, en la entrega amantísima al Sea –cómo y lo que Tú quieras.
El caso es que una noche de julio volvía yo del garito La Palmera, después de unos dobles y unos porros, cuando volvió a hablarme el viento. Entonces me enteré de que yo ya había estado por aquí hace unos dos mil años. Pero no había hecho las cosas del todo bien y debía rematar la faena… Y yo, abriendo los ojos como platos y murmurando “No, no, no…”.
Y, al comprender la magnitud de la información, me detuve en seco y respondí tajante y audiblemente:
–¡No me jodas!
Pero un instante después me reía. Y disfrutaba sintiéndome alguien muy especial. Aunque eso no eliminaba mis objeciones, pues intuía lo que cabe llamar conflictos de intereses.
Siguió una especie de discusión.
Por una parte, me acababa de embarcar en un crédito de tres kilos [1] para montar una empresa de infografía y postproducción audiovisual. Pero, por otra parte –la parte más importante–, estaba la chica. La empresa, si bien lo miraba, no la veía incompatible con la Misión que se avecinaba, al menos no en una primera etapa.
Por aquel entonces yo andaba enamorado de una señorita, y pendiente de declararme a ella. Ahora bien: ya que las otras dos veces me había rechazado, entraba en lo plausible que volviera a hacerlo.
“Ya está. Si ella me rechaza, te aseguro que me pongo manos a la obra.”
Y me quedé tan ancho.
[1] Tres millones de pesetas de la época.